Como es sabido, los orígenes de la deontología moderna aparecen vinculados a las profesiones liberales (médicos, abogados, etcétera) con un doble propósito que sigue siendo válido hoy: asegurar unas buenas prácticas de sus profesionales y, al tiempo, que su verificación o control se haga en primer lugar desde las asociaciones y no necesariamente mediante la coacción del Derecho del Estado que refuerza aquí su característica liberal de última ratio o recurso.
Asimismo, la deontología facilita la buena comunicación entre la ética y el Derecho, situándose propiamente entre una y otro, comunicándolos. El espacio es más amplio de lo que pudiera pensarse a priori desde un esquema excesivamente formalista o rígido. Hay una ética práctica vinculada a la deontología que más que redundante refuerza con otras reglas y en contextos propios los mandatos últimos de un Derecho basado en los derechos y en la democracia, asegurando que las cosas no solo se hagan, sino que, sobre todo, se hagan bien y, a fortiori, desterrando en todos los ámbitos el nefasto principio de “el fin justifica los medios”.
Por eso, la deontología ya no afecta solo a empresas privadas y profesiones liberales sino que se ha extendido incluso a funcionarios y representantes de los ciudadanos, muy singularmente en forma de códigos éticos generados desde las distintas organizaciones internacionales (ONU, Consejo de Europa, UE…), desde los Estados o desde los mismos partidos políticos. Si el Derecho (penal) combate la corrupción, la deontología y los códigos éticos pretenden evitarla, prevenirla. Alcanza incluso a los Cuerpos y Fuerza de Seguridad del Estado subrayando la necesidad del uso justificado y proporcionado de la fuerza, asegurando la igualdad de oportunidades y de trato o promoviendo el respeto mutuo y el compañerismo. En su carácter formativo radica su principal valor, reforzando su función preventiva que es la que aporta especificidad a la deontología frente al Derecho del Estado que suele actuar casi siempre para sancionar las conductas no deseadas.
En suma, hoy la deontología sigue siendo necesaria, incluso más que en otros momentos de la historia. Vivimos en sociedades complejas, plurales y diversas, que aconsejan la presencia de normas que favorezcan buenas prácticas en las profesiones, empresas privadas, corporaciones e instituciones públicas. Los derechos fundamentales, la sostenibilidad medioambiental y las virtudes cívicas marcan su sentido último. No son ni normas de ética privada vinculadas a alguna confesión religiosa o convicción política, ni normas jurídicas emanadas directamente de la voluntad del Estado. Son normas autónomas, específicas de cada profesión o actividad pública o privada, que tienen como objetivo común hacer las cosas bien, técnica y éticamente, y como fin último contribuir a una convivencia armónica y respetuosa, libre y en paz. No alcanzan la fuerza coercitiva del Derecho estatal, pero gozan del poder de la razón práctica que en forma de códigos éticos, de normas deontológicas de los Colegios Profesionales, o como régimen de faltas y sanciones (potestad disciplinaria) de estos a través de sus estatutos, previene la malas praxis y evita no pocos conflictos sociales. Su valor hoy sigue siendo indiscutible.
José Manuel Rodríguez Uribes
Profesor Titular de Filosofía del Derecho
Director del Instituto de Derechos Humanos
Universidad Carlos III de Madrid
Director del Instituto de Derechos Humanos
Universidad Carlos III de Madrid