Esta mañana leía en El Economista un reportaje sobre la interoperabilidad. A simple vista, el tema suena plomo pero esconde tras de sí un principio básico de bienestar, derechos y garantías sociales. Gran parte de los quebraderos de cabeza de los ingenieros de telecomunicación e informáticos, al margen de las administraciones públicas, navega sobre este concepto. Se trata de crear una red sin fronteras de idioma telemático, que impida torres de Babel gratuitas, monopolios tecnológicos o políticos y que, sobre todo, sea capaz de construir un acceso universal a la tan cacareada administración electrónica.
Es el sueño de poder realizar cualquier gestión administrativa desde cualquier punto de ordenador, con la máxima seguridad y con plenas garantías. Es la tranquilidad de saber que si sufro un accidente o caigo enferma fuera de mi residencia habitual, mi historial médico, el que alerta de alergias a medicamentos o de antecedentes familiares, estará disponible con un simple clic para el facultativo que tenga que tratarme. Es el sueño de un mercado interior capaz de romper con cualquier tipo de frontera, de forma que los desarrollos telemáticos de las comunidades autónomas, por ejemplo, no compitan entre sí, sino que sean mutuamente reconocibles en bien del ciudadano, de la competitividad como país, de la proyección en Europa, de la movilidad de personas, profesionales y servicios. En España este fenómeno, la creación de islas telemáticas autonómicas, es especialmente preocupante.
El reportaje decía que «la interoperabilidad es un movimiento global que viene impuesto por el sentido común y que está amparada por las regulaciones comunitarias». Con esa idea, fundada en el sentido común, es con la que arrancamos la campaña de sensibilización sobre el e-colegio y la ventanilla única colegial; es la condición sine qua non para lograr un desarrollo verdadero y no deberían existir ni excusas ni reinos de taifas que frenen este movimiento «global».
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